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naturaleza del tiempo

La eterna incógnita del ser humano: la naturaleza del tiempo

Nada es nuestro, excepto el tiempo.
∼ Séneca

Iniciar con cualquier idea acerca del tiempo entraña una enorme responsabilidad, y ése es mi propósito al hacerlo, asumir la responsabilidad de entregar de una manera digerible, una visión manejable de la eterna incógnita del ser humano ante quienes se interesen en mi lectura.

Pienso que cuando hacemos aparición en este mundo, a través de lo que bien podemos llamar el privilegio de la vida, tan pronto nos llega la consciencia, lo primero que advertimos es nuestro entorno y lo que será de él. Al lado de este punto de consciencia, aparece de manera prácticamente simultánea, la grabación en nuestra memoria de lo que ha dejado una impresión en nuestra persona. Sin más, lo que aquí tomó unas cuantas frases describir, encierra el misterio del presente, del futuro y del pasado.

Cuando iniciamos la vida consciente, por lo general emprendemos acciones, algunas inspiradas por nosotros, otras por quienes tienen una influencia en nuestra persona; acciones que apuntan hacia la consecución de algo (nuestra obra) y, mientras tanto, empleamos la fuerza de nuestra actuación contendiendo con los asuntos que se nos van presentando, algunos conectados, otros inconexos con nuestro quehacer principal. Llenamos la vida de acciones conscientes e inconscientes y ocupamos el espacio según nuestro real entendimiento, para llegar a un punto deseado, o impuesto, o comprometido, o necesitado, o…

Este es un proceso prácticamente universal; de él se desprenden infinidad de condiciones que estarán enmarcando la forma en que cada individuo transcurre por la vida, o transita por el tiempo. Para la mayoría de las personas la noción prevaleciente es que es el tiempo lo que transita, y de allí derivan infinidad de actos que se han convertido en hábitos y hasta en una expresión cultural del manejo del tiempo.

Es de primordial importancia señalar aquí que, en mi opinión, de la noción que se tiene del tiempo y sus manifestaciones, se desprenden las actitudes predominantes que delinean rasgos significativos del comportamiento, que en general ofrecemos al cruzar por las diferentes escenas que nos prepara la vida.

¿Cuándo y dónde se originó la noción del tiempo que tenemos en la actualidad? Desde la antigüedad, al tiempo se le ligó con el movimiento de los astros y de allí se inspiraron cálculos con propósitos de predicción, pero la noción de tiempo que a nosotros llega, arranca seguramente de la conceptualización que se hizo de éste a partir de la influencia cartesiana (cogito, ergo sum – pienso, luego existo)… dudo, luego pienso, luego existo.

Esta ha servido para colocar al hombre en el centro del universo, hecho que llenó de soberbia al ser humano cuando por ejemplo Descartes dividió al mundo en dos dominios diametralmente opuestos: el campo de la mente humana y el campo de la materia inerte. De esta convicción se pensó que el ser humano podía controlar mejor la materia por medio de su conocimiento de aquellos principios físicos, de las leyes mecánicas que operan sobre el mundo material.

El Occidente adoptó por completo la visión cartesiana del mundo y terminó por hacer del ser pensante un absoluto, respaldando la supremacía total del hombre sobre la naturaleza y sus fenómenos, y reconoció sólo la existencia de la mente y la materia, sin tomar en cuenta la vida no humana.

En la medida en que el ser humano adquirió una visión de sí mismo en virtud de la cual toda la riqueza de la creación queda concentrada en el “maravilloso hombre”, hemos inventado los preceptos y conceptos que nos ayudan a explicar lo que pasa en nuestro entorno. El concepto del tiempo cae en esta categoría y ha jugado un papel medular en la gestación de la ciencia de la humanidad.

El tiempo es un concepto que el ser humano no puede explicar sin asociarlo con otro concepto, y de entre ellos el que más frecuentemente aparece citado, es el movimiento. Con distancia y tiempo se ha podido explicar el fenómeno del movimiento; con movimiento y tiempo ha sido posible crear la abstracción de la velocidad; y con la velocidad y el tiempo se ha creado la abstracción de la aceleración. Distancia, tiempo, velocidad, aceleración, son todos conceptos que han tenido una influencia determinante en la conciencia del hombre acerca de su tarea en la tierra.

Cuando planifica, lo que hace esencialmente el ser humano es proyectar estados deseados para ser alcanzados en un término futuro, que a todas luces es hipotético, es decir se parte de la suposición de que este horizonte de futuro se va a presentar lo más parecido a como se ha concebido. La planificación en su estado primitivo parte siempre del manejo de la certidumbre, y muy poco del manejo de la incertidumbre. Más aún, cuando aparece la “iluminación” para la humanidad, la convicción asociada a ésta es la de que a través de la ciencia el ser humano ha conquistado la certidumbre. La seguridad que proporciona la certidumbre ha inspirado la conducta humana denominada mecanicista.

Se le llama mecanicista por la derivación hecha de lo que es el tiempo mecánico, es decir, ese tiempo que se puede calcular a partir del desplazamiento de la Tierra alrededor del Sol, y considerando la duración de cada giro en torno a su propio eje. En un lenguaje más físico, a partir de la idea del movimiento newtoniano descrito en la fórmula de la velocidad que relaciona la distancia recorrida en función del tiempo transcurrido.

La aportación de esta sola fórmula dio al ser humano la posibilidad de predecir el tiempo que le toma a un objeto desplazarse de un punto A a un punto B y con ello se comenzó a abandonar el mundo de la incertidumbre que pesaba tanto al hombre, para adentrarse en el terreno de la certeza. De ahí nos viene un dogmatismo ancestral que nos ha llevado durante varios siglos a ostentar el dominio de la verdad, a encasillar cada fenómeno en el dominio del concepto, a tratar de predecir todo cuanto ocurre alrededor de la actividad del hombre. En pocas palabras, a tratar de describir todo lo que ocurre en nuestro planeta a partir de la lógica y la razón. Ya Platón apuntaba el enorme riesgo de tratar de definir cualquier cosa o ente cuando afirmaba “Ya no se puede decir nada, puesto que decirlo es inmovilizarlo”.

Ya que los sentimientos y las emociones no pueden medirse objetivamente, se idearon fórmulas para poder clasificar la conducta del hombre y llevarla al terreno de la finitud.

Al tiempo se le dio fundamentalmente una cualidad mecánica, es decir, se le consideró una variable que ocurre por el movimiento de los astros, y que está más allá de la voluntad y la consciencia de los humanos; por lo tanto es implacable, intocable, e ingobernable; es un absoluto. Con ello las mediciones derivadas de la ciencia representan lo absoluto. Los seres humanos identificados con la metronomía son los entes mecánicos, las sociedades desarrolladas a partir del cálculo conforman las organizaciones mecanicistas.

Desde luego que no pretendo estatuir que lo que proviene de la mente, del razonamiento y de la lógica, sólo tiene un puerto que es el mecanicismo, pero sí quiero dejar perfectamente establecido que quienes quieren explicarlo todo con un solo sistema de creencias, inevitablemente caerán en él.

El cambio de concepción del fenómeno del tiempo ha impulsado un cambio en la consciencia de la humanidad y ciertamente ha estimulado una dinámica de muy encontradas corrientes de pensamiento, trocándose en conflictos generacionales, en el choque de ideologías y lo que de ellas es posible derivar.

La noción del tiempo cambia dramáticamente cuando, como lo expresa Octavio Paz, se le ha agregado a éste “la experiencia humana”, es decir cuando al tiempo como fenómeno se le liga la obra del hombre como elemento consubstancial.

La fuente del tiempo

Es una expresión corriente esa de que “se nos acaba el tiempo”, y por ella miles de millones de seres humanos vivimos en medio de una persecución que nos lleva hasta el agotamiento, cuyo protagonista es el dictador llamado “tiempo”. Sin duda estamos condicionados desde tiempos remotos a vivir bajo el precepto del tiempo mecánico que marcha inexorablemente sin dar concesiones. Nadie escapa a la sentencia del término de tiempo ya agotado. Inclusive el tiempo y sus límites se utilizan como elementos de coerción en los juegos sociales y en los tratos empresariales y, en general, en cualquier actividad formal que rodea al ser humano. A consecuencia de la represión derivada de la observancia de los límites de tiempo, no hay duda de que todos nosotros tenemos un condicionamiento que nos tiene sumidos en el convencimiento de que el tiempo pasa y éste ocurre afuera de nosotros. Desde esta perspectiva, el tiempo es, pues, inmanejable, y en todo caso, a lo más que podemos aspirar es a aprender cómo optimizar el aprovechamiento de un elemento que avanza implacablemente. En esas condiciones, efectivamente nadie puede contenerlo, ni guardarlo como dice Peter Drucker, ni extenderlo, ni cualquiera otra cosa, porque es un fenómeno exógeno e inmaterial. Así se le mira desde la tribuna del mecanicismo.

Afortunadamente existen otras formas, aunque menos difundidas, de ver el tiempo, de valorarlo, de tratarlo. Por ejemplo, Henri Bergson afirma que las cosas están en el espacio, pero las cosas son el tiempo. Esto significa que el tiempo es un acto de ser, más que un acto de estar. Cuando consideramos que el tiempo avanza implacable, nos situamos en el terreno del estar; en cambio, cuando asumimos que el tiempo está en nosotros, damos al tiempo la cualidad del ser.

El tiempo y el espacio son dos medios vacíos en los que viene a situarse todo ente animado o inanimado. Todo ocupa un espacio, todo merece un tiempo en tanto existe.

En el espacio las partes pueden coexistir, mientras que en el tiempo sólo se pueden suceder. En esta propiedad inmutable del tiempo, de acuerdo con el pensamiento de Bergson, puede observarse entonces que el tiempo en sí mismo no puede proyectarse, porque en cada instante hay un brote de creación, algo totalmente nuevo, que en razón de su esencia no es predecible; el tiempo parece brotar en el ser, el tiempo proviene del ser, el tiempo proviene de la vida, de la substancia. Tal como lo sostuvo Levesque al referirse al pensamiento de Bergson, “El presente no es jamás efecto del pasado: no viene después de él, como su consecuencia necesaria, sino que viene a componer con él una figura siempre única”.

Para Ouspensky la vida en sí misma es el tiempo, porque no hay ni puede haber otro tiempo fuera del tiempo de la vida, ya que es incuestionable que al morir el hombre concluye su tiempo y después de la muerte no hay mañana.

Bajo esta concepción es inevitable considerar que la forma en que se nos ha educado para conducirnos en el tiempo, no nos ayuda para hacer un aprovechamiento fecundo de él. Vivimos en una auténtica separación entre nuestro ser y el tiempo; miramos al tiempo como algo externo a nosotros y, en consecuencia, como aquello a lo que no nos pertenece, le tratamos algunas veces con despreocupación, otras con indiferencia, otras con abulia, otras con desprecio, etcétera, sin percatarnos de que el tiempo es en sí mismo nuestra vida. Nuestro tiempo existe mientras nosotros existimos; el tiempo de otros no es significativo para nuestra realidad. Cuando recurrimos a fórmulas convencionales para “manejar” el tiempo como si fuera un recurso más, lo que hacemos es probablemente actuar como autómatas, tal como lo sugiriera Bergson: “La vida no quiere nada, no tiene una meta prefijada, pues de lo contrario no sería ya creación sino ejecución de un plan”. Cuando enmarcamos todos los eventos significativos para nuestra existencia en esta noción mecanicista del tiempo, lo que hacemos es sentar las bases para recrear lo más cercano a una realidad virtual que tiene básicamente deseos e intenciones, pero que no contiene la esencia del ser, la vida. Al tiempo sólo debiera considerársele como lo propio de la experiencia humana. Si la actividad del ser humano está toda regida por la concepción mecánica, y las organizaciones del hombre son medidas por este parámetro, las normas y las prácticas sociales, económicas y políticas corren la misma suerte. No queda duda que durante muchos siglos la humanidad casi entera ha vivido de manera tangencial lo más preciado, nuestro tiempo.

El tiempo no existe afuera de nosotros, le damos vida cada vez que aspiramos lo que sea en nuestra vida. Al tiempo nosotros le damos sentido, cuando configuramos el sentido que le damos a nuestra vida. Viktor Frankl bien lo describe cuando afirma: “El vacío existencial es una pérdida del sentimiento de que la vida tiene un significado”.

Conforme a esta noción, podemos decir que un cuestionamiento serio y frontal de la actitud que estamos asumiendo ahora ante el tiempo, puede revelarnos la ponderación que le estamos dando a nuestra propia vida. Si tal camino resulta difícil, entonces hagámoslo cuestionando nuestros planes, y muy concretamente, nuestro proyecto de vida. No es extraño que alguien se enfrente a la realidad de que no ha tenido tiempo para concebir un proyecto de vida, porque ha estado muy ocupado en sobrevivir. En caso de ser así, ahí hay una señal clarísima de que la persona no está viviendo su tiempo, y lo más probable es que esté viviendo el tiempo de otros, que esté enajenado sin percatarse. Decía Bergson, “Para un ser consciente, existir consiste en cambiar, cambiar consiste en madurarse, madurarse consiste en crearse indefinidamente uno mismo”. Conforme a lo anterior, los caracteres de la vida se pueden resumir en tres palabras:

  • Cambiar
  • Madurarse
  • Crearse

Desde el principio de la vida hasta la muerte, el cambio se sucede de manera constante con o sin nuestra voluntad. En el campo de lo biológico operan cambios que impactan nuestra psiquis, nuestra apariencia y hasta nuestra actitud ante lo que nos rodea. En el campo de la psiquis ocurren cambios fuera de nuestra consciencia que alteran, sin lugar a dudas, nuestras formas de vinculación con esa realidad compuesta de personas, cosas, estructuras, costumbres; y también ocurren cambios dentro de nuestra consciencia como fruto de la búsqueda razonada y deliberada, que nos sitúan en escenarios deseados, necesitados o requeridos.

Existir conscientemente equivale a cambiar conscientemente, a guiar inteligentemente nuestro proceso de cambio, con sentido y rumbo, con energía y constancia, con expectación y entusiasmo. Equivale a asumir con responsabilidad nuestro proceso de cambio y sus consecuencias, así como el impacto de no hacerlo. La maduración biológica puede darse de manera natural y espontánea; no obstante, nuestra atención o falta de ella hace que pueda variar dramáticamente la calidad de la madurez y sus repercusiones. La maduración mental no necesariamente puede darse sólo de manera natural y espontánea, dada la complejidad del proceso y la diversidad de campos donde esto puede ocurrir.

Si la madurez significa la toma de consciencia y aceptación de uno mismo, se trata esencialmente de un proceso de enriquecimiento con un beneficiario muy bien identificado. En tal fenómeno, como en todos los que tienen que ver con la esencia de la vida, juega un papel importantísimo la toma de riesgos, es decir, exponer hasta el límite de las consecuencias, los atributos de que disponemos, con el cuidado inherente a la defensa de la integridad, para no perder calidad de vida, ni vida en cualquiera de sus representaciones, pero siempre hacia adelante y con la disposición a abrirse a nuevas experiencias que propicien el descubrimiento. A más conocimiento, mayores posibilidades de descubrimiento; así, de manera exponencial, a más descubrimiento, más conocimiento. Con ello, qué clara resulta la afirmación de Bergson sobre el ser humano como la única criatura del universo que es capaz de sacar de sí más de lo que contiene. Somos a imagen y semejanza de nuestra esencia en la creación y somos creación en nosotros mismos, por naturaleza, a menos que operen ciertos mecanismos que obstruyan la realización del mandato.

La creación en nosotros mismos como impulso natural de vida depende, por tanto, de nuestra maduración y ésta de la toma de consciencia. A su vez la toma de consciencia viene de la experimentación de los procesos de cambio inherentes a nuestra naturaleza. Esto, exactamente esto, es una representación tangible del misterio del tiempo. Decíase que el tiempo es una invención del hombre para poder entender el cambio; ¿qué tanto lo que decimos aquí es mucho más que eso, mucho más que un código en bien de nuestra inteligencia?, ¿qué tanto es esa energía la que nos impulsa a cambiar, a madurar y a crear?, es eso que ya han dicho otros, y muy bien dicho: es la vida. Esta es la apreciación orgánica del tiempo. De aquí la idea del organicismo.

Vivir y crear tiempo es lo mismo, pero hay que subrayar que se trata de vivir conscientemente, con la responsabilidad personal del cambio, de la maduración y de la creación. Vivir contiene el misterio de la creación, vivir conscientemente es el devenir, es la génesis, es la creación de la “obra” y esa obra es nuestra vida, la que no se parece a nada, que es toda original, que día tras día es diferente y mejor, que cada instante nuevo contiene a los anteriores pero reexpresados. Porque de cada instante tomado del ahora no se puede, por el recurso del análisis, llegar al detalle del pasado, como tampoco de una partícula de instante corriente se puede predecir el futuro, a menos que seamos capaces de intuir la masa de creación que tomará lugar y la dirección en que se aplica. Sí podemos, en cambio, configurar una idea de nuestra esencia a partir del instante, ya que éste contiene toda la historia de nuestra génesis. No obstante, tal conocimiento no nos habilita para predecir nuestro devenir, aunque posiblemente nos permita delinear algunas tendencias probables.

Cuán complejo resulta, pues, predecir el devenir de cada individuo. Imaginemos por un momento a un grupo de personas con metas interdependientes, y a un grupo de grupos con metas interdependientes y a grupos de grupos con metas interdependientes, y así sucesivamente. En esta composición de la vida humana, política, económica y social, ¡cuán difícil puede resultar hacer alguna predicción de futuro! No cabe duda que pretender acertar en el futuro de una nación es un acto de arrogancia o, en todo caso, atreverse a hacerlo supone establecer un control sobre la individualidad y sobre la realidad de los grupos humanos, de las comunidades, etc. Es algo así como caer en el totalitarismo, supone programar la realización personal para que, combinada con las realizaciones individuales de todo un sistema social, arrojen un logro idéntico a la meta prevista. Técnicamente luce asequible, socialmente resulta provocativo, políticamente parece lógico, y económicamente se antoja necesario.

La predicción del futuro personal es definitivamente más probable que la del futuro colectivo; sin embargo, la humanidad está muy necesitada de referentes para darle certidumbre a sus decisiones y a sus planes. Puesto que dentro de tantos años va a ocurrir esto, hoy necesitamos comenzar a realizar esto otro. Sinceramente, no es posible predecir los montos de cambio, de maduración y de creación de un individuo; mucho menos, pues, de una colectividad, aunque como señalé antes, resulta muy seductor para los propósitos de un gobierno o de cualquiera entidad que necesite ejercer el poder. A lo más que podría llegarse es a plantear alternativas de logro, suponiendo que se conjugará una serie de variables que incidieran favorablemente en la realización personal, misma que, conquistada, sería capaz de incitar una resultante que cayera en la región de lo deseable.

El control de la iniciativa individual en un grupo humano y el condicionamiento de sus motivos de satisfacción pueden llegar a ser elementos de valiosa ayuda para poder predeterminar el futuro de ese grupo. Sea como sea, cualquier intento de confinar el cauce del futuro parece atentar contra la libertad humana. En contraposición, cualquier iniciativa encaminada a liberar el poder de realización personal dentro de un sistema social, resulta atentatorio del estado de control y de la posibilidad de predicción del futuro. Ya lo señalé antes, al ser humano le resulta brutalmente necesaria la noción de la certidumbre, razón por la que ha sido capaz de hacer hasta ahora lo necesario para sentir que tiene un dominio sobre la ocurrencia del futuro. Al tiempo se le ha querido dar el carácter de una variable determinada, cuando no lo es; se le ha querido inscribir en el mundo de lo confortable, cuando definitivamente no lo es. Lo que sí se puede medir y predecir es el tiempo mecánico, aquél que sucede afuera de nosotros, ése que no tiene nada que ver con la realización humana.

Cada uno de nuestros estados interiores no es reemplazado por otro estado nuevo y no tiene conexión con el anterior, pues en tal caso se podría imaginar que los dos estados son estables y por tanto incambiables, substituibles. Tal noción nos impulsaría a considerar que el cambio no ocurre, que no hay transformación, que no hay enriquecimiento por medio de la experiencia, por medio del crecimiento encima de uno mismo. Esto nos llevaría al penoso estado de una vida plástica, cuasi vegetal, despojada de toda experiencia.

Está muy claro que el devenir tiene la propiedad de afectar al momento, al estado mismo; que en ese punto el yo de ahora es diferente al yo de antes, en vez de ser un mismo ser, un ser constante, arrastrado, deslizado, transportado a través del tiempo mecánico. Muchos años de nuestra historia quizá transcurrieron así, en la forma de una vida empobrecida, despojada de la oportunidad de la experiencia interior enmarcada por el cambio, la maduración, la creación. Tan sólo considérese al momento de la lectura cuánta creatividad ha dejado de ocurrir en el largo recorrido de la propia vida; piénsese cuánto cambio se ha provocado como consecuencia de su paso en su propio momento. Si en el examen exigente de uno mismo se arroja que sí ha habido un impacto conmensurable y una contribución creativa digna de consideración, puede entonces afirmarse que se ha pasado por el estado de la duración, ese estado en el que nada es nunca idéntico a sí mismo y que todo se transforma constantemente en algo completamente diferente de sí. Esto equivale a afirmar categóricamente que nada se halla nunca presente, pues para ello debería ser capaz de mantenerse en la presencia y detenerse un poco. Esto resultaría literalmente contranatura, porque todo fluye, todo pasa; no existen cosas hechas, sino cosas que se hacen a cada instante, sólo existen estados que cambian continuamente.

Si meditamos por un momento ¿cuánto tiempo, o por qué no decir, cuánta vida ha pasado estática porque así lo hemos querido, porque nos hemos empeñado en abrazar un modelo, una norma, una manera de ser, un estilo de vivir? Cuánta rigidez y cuántos años desperdiciados esperando que vuelvan aquellas condiciones entrañables del pasado, sin percatarnos de que cada instante dedicado a ello, se traduce para empezar en una pérdida de la vida corriente, y con ello dejamos escapar instantes preciosos que pudieron haberse dedicado a nuestra maduración, a nuestro cambio, a nuestra propia creación. Al correr de los años evidentemente puede pensarse en un encallecimiento de vida, en un endurecimiento que nos hace cada vez más torpes y seguramente más temerosos, porque entonces estaremos más necesitados de certidumbre. La cautela y la desconfianza habrán aumentado sin darnos cuenta, mientras que los demás nos perciben como individuos medrosos y hasta pusilánimes. En tales condiciones habremos alcanzado un estado de estabilidad tal, que desde ese punto ya nos queda más cerca la muerte, un estado de negación al cambio. Ocuparse del pasado no es necesariamente pernicioso, lo es el dejar de vivir el instante en el proceso eterno de la creación humana: consciencia, cambio y maduración, a base de trabajo personal, constante, paciente, prudente, expectante, entusiasta, infatigable.

El tiempo que debe considerarse como la cuarta dimensión, es aquél que está dentro de nosotros, ése que es nuestra substancia, nuestra esencia; no aquél que rige al movimiento de las evoluciones mecánicas y constantes. El tiempo no es nada afuera de nosotros. Desde esta óptica, el fantasma de la enajenación desaparece con la noción de la duración. En la duración, el cambio es un fenómeno regular, la inestabilidad es la constante, al mismo tiempo que la solución que damos a la inestabilidad nos produce, aparte del cambio, maduración y creación. Acabada la inestabilidad, cesó la creación, podría rezar una sentencia. Desde esta perspectiva, viva el caos.

No queda duda que el tiempo que nos enseñaron, o nos impusieron, nos ha restado fecundidad, y ha retrasado el avance de la humanidad, nos ha metido en disputas propias del orden de lo mecánico, nos ha llevado a una búsqueda infructuosa del progreso creado en el terreno del tiempo que no existe, del tiempo que simplemente pasa y que no deja nada. La humanidad entera ha entrado en estados de urgencia tratando de alcanzar la tierra prometida del progreso que está más allá, y que es un engendro virtual, pues ha salido de la extrapolación de las intenciones y no se ha tomado en cuenta el factor agregado de la experiencia humana. Se ha proyectado el interés del capital, pero no el interés de la búsqueda humana. Así, podemos declarar que la batalla para alcanzar ese progreso mecanicista, está perdida por la humanidad desde hace muchos años y, sin embargo, las fuerzas del poder han seguido insistiendo en fórmulas que nos acerquen al paraíso del progreso a cualquier costo. Al progreso se le ha dado la forma de un estado maravilloso donde la calidad de vida, la civilidad, el estado de derecho, el confort, la igualdad, etc., son el premio de un arduo esfuerzo y, sin embargo, nada se dice o se reconoce como el costo que implica tener acceso a ese estadio que no es otra cosa que una abstracción, no es un estado natural. Los países que se han acercado a ese nivel lo han hecho a costa de la alineación de la gente, del apresuramiento, de la coacción a la individualidad, como cuota de derecho para pertenecer al sistema. En cada Estado se han establecido políticas de acción, en cada sector se ha hecho lo propio; en las empresas se han impuesto normas de actuación y en cada familia se han establecido normas de conducta. La normatividad ha sido la constante como elemento de control, no se sabe de quién, pero al fin y al cabo, para propósitos de control. Es indudable que el resultado se ha conseguido hasta ahora con un costo elevadísimo que podría aumentar. En la vida personal se pueden impulsar cambios si se cuenta con la consciencia, la madurez y la voluntad. En las organizaciones se pueden impulsar cambios si se cuenta con el liderazgo. Un liderazgo de cambio, en consonancia con todo lo dicho, es un liderazgo de elevada consciencia, maduro y creativo. Es un impulso dirigido hacia la toma de consciencia, hacia la maduración, hacia la creatividad.

De la tercera a la cuarta dimensión

Un paso de la tercera a la cuarta dimensión puede parecer un acto de ficción o de escapismo; sin embargo, si se le mira desde lo más cercano a su gestación, resulta básicamente un acto de consciencia. Se trata principalmente de comenzar por reconocer que la noción que tenemos del tiempo es una abstracción basada en la duración de ciclos consecutivos, integrados por el movimiento de los astros, que han sido medidos arbitrariamente a través de instrumentos de movimiento constante, capaces de reproducir segmentos de su transcurso con desviaciones pequeñísimas. Así, a la extensión de la actividad del hombre se le ha medido con un parámetro abstracto inventado como tiempo, es como referencia para el ser humano, a fin de poder determinar lo que se puede concretar de la actividad humana dentro de la extensión de un ciclo arbitrario (minuto, hora, día, etc.). A este fenómeno es al que reconocemos hoy en día, como el tiempo que afecta a nuestras vidas.

Podemos asentar como una convención universal que cuando dejamos de concretar una actividad dentro de un ciclo de tiempo arbitrario propuesto, existe una desviación y, por ende, no se consigue un logro. Simultáneamente, existe la sensación de que el tiempo pasó sin haberlo aprovechado plenamente y, dependiendo del hábitat moral en el que nos encontremos, seremos merecedores de una calificación formal o informal.

En el mundo judeocristiano la evaluación frecuentemente apunta hacia la culpabilidad. Los logros no concretados dentro de un límite de tiempo mecánico, generalmente vienen acompañados de una pena, ya sea social, organizacional, moral, económica, etc. Esta concepción, difundida desde la época en que se midió al tiempo con base en el ciclo de los astros, cuando se decidió mecanizar al tiempo, ha llevado a la humanidad a desarrollar conductas para sortear el paso implacable del tiempo abstracto. Con esta influencia, lo que se ha conseguido realmente es ligar al tiempo con el espacio, así se ha espacializado la vida humana en una manera tal, que aquello que no ocurre en el espacio, por así decirlo, no tiene validez. En otras palabras, lo que no ocurre dentro del mundo del tiempo que pasa (el mundo de las tres dimensiones), no tiene valor en la sociedad en la que vivimos. Nos han educado o condicionado para estar en el espacio y no para ser en el tiempo.

Con esta influencia, todos los actos de nuestra vida están referidos al mundo de tres dimensiones; sin embargo una vez que le es posible abandonar la tridimensionalidad, el ser humano es capaz de responder con solvencia en el ámbito de las cuatro dimensiones.

Hoy por hoy, la mayoría de los seres humanos que practica la planeación, lo hace dentro de los parámetros del tiempo que pasa, y no dentro del tiempo orgánico, del tiempo humano.

Nuestros encuentros con personas se dan en el espacio y no en el tiempo, es decir que los circunscribimos al dominio del tiempo mecánico, sin considerar ni tangencialmente el dominio del tiempo orgánico. La importancia de esto es que en el primer dominio sólo se puede transcurrir, mientras que en el segundo se puede durar. Considérese por un solo momento lo que podría ocurrir si las reuniones se diesen bajo el ámbito del tiempo humano (la cuarta dimensión). Lo tratado ahí estaría impregnado de los elementos sustantivos de la duración: el cambio, la maduración y la creación. En una reunión con estas características sería imposible decir que se desaprovechó el tiempo.

El cambio individual de la tercera a la cuarta dimensión requiere del compromiso personal para la expansión de la consciencia, para hacerme cargo de mi proceso de maduración, para cambiar a cada instante, para ir creando a cada momento el devenir de mi existencia. Cuando uno toma su propio ritmo interno y genera instancias de avance que tienen una repercusión en el medio que le rodea, genera nuevas realidades que, si se desea, se pueden someter a las pruebas de ocurrencia dentro del dominio del tiempo mecánico, el dominio del mundo espacial.

Conforme a lo anterior, la frase “Cuando somos en el tiempo, nadie llega ni antes ni después” tiene un sentido real. Al tiempo habremos de darle un significado netamente personal, de acuerdo con lo expuesto; desde luego hablando del tiempo que no pasa, del tiempo que es en nosotros. Sin embargo, si hablamos del tiempo mecánico, del tiempo que pasa, ése es un fenómeno relativo que está totalmente despojado de la influencia de la experiencia humana, es un tiempo sin contenido propio, sólo es un ciclaje que opera sincrónicamente en línea hacia el infinito, que recoge lo que encuentra a su paso para llevarlo a depositar a un almacén de capacidad infinita, denominado pasado.

La obra del hombre tiene su origen en el tiempo interno, en el tiempo orgánico, para después exteriorizarse por medio de una ligadura de capital importancia llamada voluntad. De esta forma es posible entender cómo en el tiempo orgánico, en el tiempo humano, no existe presente, ni pasado ni futuro, pues el tiempo es uno con la vida. Lo que existe es ahora.

A manera de recapitulación, podemos decir que la obra del hombre se ha sujetado al dominio del mundo espacio-temporal, ese mundo que explica el tiempo en función del espacio, y con ello a la realización de la obra humana, se le ha impreso un sentido concreto, en la medida que al ser humano cartesiano, al ser humano de la modernidad, le es de vital importancia la certidumbre, la posibilidad de la constatación, la necesidad de la comprobación.

Al introducir esta convicción, puede decirse que el ser humano ha quedado programado ancestralmente para vivir el tiempo hacia afuera, mirando hacia afuera, cumpliendo hacia afuera, alineando sus potencias con los requerimientos del binomio espacio-tiempo, creando hacia afuera, habiendo renunciado sin darse cuenta, a vivir hacia adentro, en aras del encuentro con la riqueza personal que podemos aportar al exterior, que es la carga de creación que viene de la inconformidad consigo mismo, del deseo de cambiar y madurar, de ese ímpetu vital que impulsa hacia arriba y adelante, como la mejor expresión de la fuerza de la vida, la fuerza del tiempo. Ese es el campo de la cuarta dimensión. Es ese ámbito donde todo es, es el ahora. Para Maurice Nicoll, el ahora contiene todo el tiempo y en él todas las cosas son completas. Ese ahora no es el momento presente, ya que el presente, al ser un elemento del tiempo mecánico, está en línea horizontal y paralela con el tiempo que pasa, mientras que el ahora es perpendicular, probablemente a la manera de un campo cilíndrico que envuelve a la línea del presente.

La cuarta dimensión es ese misterioso centro donde se encuentra la creación del ser humano, es un punto donde el tiempo no pasa, es un lugar donde el tiempo nace y fecunda, es ese orden superior de consciencia llamado el ahora. Es donde se gesta el devenir, ese punto en donde nunca nada es. Nicoll decía: “Gozaremos el sentimiento de liberación cuando el tiempo que pasa se desprenda de nosotros”, porque el hombretiempo en nosotros desconoce el ahora.

Se ha dicho que nuestro verdadero futuro es nuestro propio desarrollo en el ahora, no en el mañana del tiempo que pasa. Es así, a través del trabajo incesante con uno mismo, que se puede construir gradualmente el futuro en el ahora, cambiándonos, madurándonos, creándonos. Es la manera de entrar en contacto con la cuarta dimensión, haciéndonos cargo momento a momento de nuestro devenir, independientemente de los virajes y rumbos, de las presiones y depresiones del tiempo que pasa.

Si se adopta el discurso del ser humano cartesiano acerca del mundo de las dimensiones, se dice que un punto que se desliza en el espacio genera la noción de la primera dimensión, la longitud; una línea unidimensional que se desliza en el espacio genera la noción de la segunda dimensión, la superficie; una superficie que se desliza en el espacio genera la noción de la tercera dimensión, el volumen; un volumen que se desliza en el espacio genera la noción de la cuarta dimensión, el tiempo, un sólido en revolución, como se le denomina en cálculo diferencial e integral. Esta última abstracción nos remite a la reflexión Bergsoniana de que un cuerpo que se mueve en el espacio genera tiempo.

El movimiento en el espacio significa cambio. Si el cuerpo que se mueve es orgánico y por ende está provisto de vida, cambia mientras modifica su posición en el espacio y, por tanto, madura. Si el cuerpo orgánico es consciente, madura con consciencia y por tanto se crea a sí mismo. Para Ouspensky en la cuarta dimensión, es decir en el tiempo, en cada momento se actualiza una posibilidad evidenciándose bajo otra óptica, la noción del cambio como consecuencia natural de la vida, porque “la vida es en sí misma el tiempo, porque no hay ni puede haber otro tiempo fuera del tiempo de la vida, y porque el hombre muere porque concluye su tiempo”. Esta visión, al igual que todas las anteriores, se basan en un enfoque individual; es evidente que muere el hombre, mas no la humanidad, con lo que resulta claro que el proceso vital de nuestro planeta no se detiene, la creación continúa entre individuos y de generación en generación, ciclo por ciclo.

La cuarta dimensión en la organización humana

Una vez asentado que la cuarta dimensión es el punto de gestación del tiempo que no pasa, localizado en el centro superior de la consciencia del individuo, podría decirse por analogía, que la organización humana también está provista de esta facultad. Resultaría difícil de aceptar de inicio, la existencia de un algo que es la consciencia de la organización, que en sí mismo se constituye en el ojo del tiempo de esa entidad, de donde emana el devenir que va a materializar su futuro. Sería igualmente difícil concebir la existencia de esa consciencia como una función de la interrelación de las obras individuales y de la sincronización de los motivos que alimentan al ímpetu vital de cada integrante, con los motivos de la organización. Asimismo la tarea del líder capaz de conseguirlo es sumamente difícil.

En consonancia con lo que aquí se viene tratando, la organización humana como todo ente vivo, habrá de tener una consciencia de sí para cambiar, para madurarse y para crearse, a fin de conseguir su obra como fruto del esfuerzo orgánico, la obra de la organización, capaz de renovarse y perpetuarse en el tiempo que pasa, aun cuando cambien sus integrantes, cíclica o desordenadamente.

Si un mandato de la creación apunta hacia la preservación de las especies, la continuidad de la organización humana, a través de la renovación guiada por la ciclicidad inherente, resulta un asunto de ética elemental. Es pues, por hipóstasis, que los líderes de la organización humana tienen el mandato de preservarla a través de la renovación.

Cada organización humana es a imagen y semejanza de sus fundadores y de quienes la dirigen, razón por la que no hay recato en señalar que la cultura temporal de una organización viene a ser la resultante del efecto producido por la influencia de sus líderes. De aquí, que en una importante medida, la percepción de los líderes acerca de su organización y del tiempo, juega un papel determinante en el planteamiento existencial del conglomerado humano. Todo lo afirmado acerca del efecto que tiene la concepción del tiempo en la conducta del ser humano, es aplicable para la organización.

Una organización que está concebida para vivir en medio del tiempo que pasa, tiene todas las probabilidades de ser una organización apresurada, que se resiste al cambio, que no conoce la maduración y está desprovista de creatividad y de capacidad de innovación.

Esta parece ser la característica de la organización burocrática, aquella que se ha construido sobre unos preceptos sólidos que rigen la división del trabajo y que también hacen una clara distribución del poder, aunque sería más preciso hablar de concentración del poder. Las tareas se estructuran con base en bloques o segmentos de actividad que deben repetirse de manera secuencial conforme al ordenamiento de una rutina y bajo los parámetros que señalan el estándar de rendimiento esperado.

En esta concepción organizacional toca animar todas las rutinas previamente diseñadas a quien ocupa un puesto específico, mediante la suma de su energía, casi siempre muscular, otras veces nerviosa y muy esporádicamente su energía neuronal. Al ser humano que vive en una burocracia le corresponde reproducir las secuencias de las tareas diseñadas para un propósito específico en medio de límites de tiempo mecánico, establecidos ex profeso. Las desviaciones en las rutinas, en la calidad de lo obtenido, o en los límites de tiempo señalados, legitiman la intervención del superior, que por su conocimiento y experiencia más elevados, sabe cuáles indicaciones dar para regresar a la normalidad, y también conoce los correctivos a aplicar para prevenir la ocurrencia de una nueva desviación en las mismas circunstancias. Puede decirse que la organización moderna ha sido ensamblada a semejanza de un mecanismo de relojería, en la que cada componente debe producir un impulso de acuerdo con un esquema de contribución (movimiento) previamente programado.

Una organización así, puede advertirse, requiere de componentes (integrantes) dispuestos a ceñirse a un papel, independientemente de lo que su consciente sea capaz de dictarles, se requieren integrantes dispuestos a dejar de lado sus estados de consciencia, a cambio de pertenecer al sistema, porque de esa manera es más seguro (?) el camino de la supervivencia. Una vez convertidos en piezas de relojería, a los seres humanos de la modernidad les resulta de elemental apoyo el ritmo impuesto por el tiempo mecánico, por el tiempo que pasa.

La organización “orgánica” requiere gente consciente, dispuesta a hacer funcionar el sistema con el apoyo de su creatividad, de su inventiva, de su sentido común, con un espíritu de involucramiento tal, que no requiera someterse a un patrón, sino a una sincronización emanada del compromiso con las metas del todo; una organización donde cotidianamente se generan el cambio individual, el cambio grupal, la maduración, la creación.

La organización abierta al dominio de la cuarta dimensión es, como se viene enfatizando, una organización consciente de sí, responsable de su devenir, que actúa en la línea de su eje maestro, es sensible a los impulsos del entorno, es enérgica en el comando de los cambios que tiene que infligir al entorno y a sus integrantes. Es una organización autocrítica e inconforme, que en cada impulso, gesta oportunidades de crecimiento, de cambio, de maduración, de innovación. Es una entidad que genera su propio tiempo, que delinea sus estadios, que crea el mundo real, que se resiste a entregarse al dominio de lo virtual. Es una organización en la que sus líderes tienen ese ímpetu vital que los impulsa hacia la duración como una experiencia personal, porque en cada una de sus acciones vuelca hacia el exterior lo más preciado de su proyecto de vida: líderes comprometidos con el cambio, la maduración y la creación.

* Este texto corresponde al capítulo 1 del libro “Liderazgo para el futuro”, escrito por Alejandro Serralde Solórzano –consultor en efectividad organizacional, Presidente de la firma Reddin Consultants.

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