Alejandro Serralde S.*
A principios de los años noventa me atreví a proponer que al ser mayor la velocidad de cambio de nuestra organización, estaríamos ejerciendo una influencia en el entorno y con ello estaríamos imponiendo pautas al proceso de cambio. Con mucha pena tengo que admitir que eso fue una ilusión irresponsable, fue un pensamiento idealista totalmente alejado de la realidad.
En 2006 afirmé: “Hoy es más acertado decir que en el siglo del caos, hagamos lo que hagamos, la transformación del entorno siempre nos va a superar en velocidad y reto. Hay que aceptarlo y debemos prepararnos. ¿Cómo? es la gran pregunta. Algunas respuestas podrían ser: 1) con creatividad a nivel de manía; 2) con obsesividad en la obtención de información del entorno y sus actores; 3) con un ejercicio irrenunciable del poder en cualquier posición donde este encuentre la oportunidad de cambiar el estado de las cosas; 4) con claridad acerca de la visión de corto, medio y largo plazo de la organización, validando continuamente su viabilidad”.
Antes decía también que si la velocidad de cambio puede ser aumentada a voluntad, estaríamos ante la posibilidad de provocar turbulencias en el entorno que nos ayudarían a fortalecer nuestra presencia, posicionamiento y liderazgo. Hoy puedo afirmar que sólo en contadas ocasiones esto podría llegar a ocurrir. También puedo reconocer que mi visión de que los directivos debían prepararse para dirigir según los dictados de la posmodernidad, hoy me atrevo a puntualizar que la realidad se mueve continuamente, de manera pendular entre las premisas de la modernidad y de la posmodernidad, y lo complejo de la situación actual es que no sabemos en qué momento estamos ante cuál entorno. Por esa incertidumbre reinante y creciente, hoy día pocos se atreven a inclinarse por una opción definida; los que se atreven aparecen como autoritarios.
Estamos siendo precipitados nuevamente al dominio del autoritarismo, al dominio de quienes se atreven a decidir en el seno de la incertidumbre, en medio de una sociedad civil que cada vez pide más participación y que aporta decisiones idealistas.
Por el afán de participación de la sociedad civil han aumentado escandalosamente el número de ONG’s en el mundo, esas organizaciones que buscan cambiar el estado de cosas dada la ineficacia de las organizaciones del estado y las privadas. A decir verdad, muchas de estas organizaciones no gubernamentales sólo se han vuelto nuevas burocracias blindadas e intocables, en donde la danza del poder deleita a sus fundadores y sin que los beneficios lleguen al destino que dio origen a su existencia. Pronto veremos ONG’s inoperantes y mucha gente que perdió su empleo en ellas, por su inviabilidad.
En el siglo del caos, la realidad parece estar clamando a gritos: queremos un liderazgo claro y eficaz que nos devuelva la certidumbre; queremos líderes que sepan dirigir pues las decisiones de las mayorías no alcanzan para ello.
Doy esta sentencia con la conciencia de que los defensores de la democracia darán su repudio a mi posición. La opción seguirá siendo, de todas maneras, la siguiente: En qué queremos creer: ¿en nuestras ideas o en el aplastante peso de la realidad ?
Con la crisis financiera de 2008 se han removido en mi memoria algunas conclusiones a las que llegué hace cerca de 10 años cuando al entender el efecto desastroso que ha tenido la adopción del tiempo mecánico como elemento central para las decisiones económicas y financieras, miraba cómo por esa perversión todos los actores de la economía estábamos siendo succionados por una fuerza muy potente al mundo de la economía ficción.
En mi libro “Liderazgo para el Futuro” me atreví a señalar que la economía y las finanzas estaban bajo el control de centros de poder que operan con la lógica de los casinos, derivando apuestas de futuro y especulación para alcanzar los niveles de rendimiento de los negocios que surgían de la mente calenturienta de las consultoras calificadoras de riesgo. El poderoso tiburón bursátil George Soros publicó en uno de sus libros que pensamiento y realidad nunca llegan a ser la misma cosa. Es decir, que si la opinión de los expertos llega a indicar que el valor de la acción de una empresa líder debe situarse entre los niveles A y B, eso es sólo una idea, pero no necesariamente un pronóstico. Creer en esa idea me llevaría a caer en el juego de la especulación, para comprar las acciones de esa empresa, independientemente de la marcha que llevara la economía de ese negocio en el mundo real.
La historia de los desencantos ha sido interminable gracias a la tremenda influencia que han venido ejerciendo las calificadoras, en perversa alianza con las firmas de auditoría para producir una realidad virtual de grandes números, aunque éstos hayan sido fruto del maquillaje para engañar incautos y satisfacer la voracidad de altos directivos y especuladores financieros.
Hoy, en este siglo del caos gracias a la crisis financiera, la humanidad entera tiene sobrados motivos para celebrar que la era de la economía ficción ha entrado al lecho de muerte. Debemos ser capaces de capitalizar muchas de las lecciones aprendidas y ése parece ser el principal resorte que ha animado a la Cumbre de los 20 de Washington: empezar a apostarle a la economía real en tiempo real, para poner al centro del desempeño de las economías la productividad del uso de los recursos, medida como valor agregado real, libre de especulaciones.
Como consultor de empresas con 35 años de experiencia operando equemas de productividad real a los que llamo esquemas de efectividad, puedo proclamar el inicio de una nueva era en la cual la mejor medida del funcionamiento de una organización sólo se encuentra en sus resultados reales, aquellos que le han llevado a producir los impactos esperados. Como individuos, como dirigentes y como ciudadanos estamos obligados a impulsar la economía real basada en la productividad real. También estamos obligados a cultivar las destrezas necesarias para asegurar el logro de esos resultados que me permiten aportar un valor agregado para el beneficio de todos los actores del proceso productivo.
La crisis financiera no significa muerte total; puede contener impactos devastadores como recesión en grandes economías, especialmente las de naciones altamente desarrolladas, pero no en las economías emergentes.
La economía mundial no va llegar al punto cero; disminuirá acaso el flujo de los recursos y se agotarán los manantiales de oportunidad, mas no se secarán.
Visión, prudencia, capacidad de riesgo, valentía y acción inteligente es lo que nos toca hacer en los años por venir. Tan solo tomemos en cuenta que los mercados están obligados a ser muy selectivos, lo que a su vez nos obliga a todos a reforzar nuestra efectividad, pues es claro que hoy más que nunca se yergue implacable la amenaza del darwinismo corporativo: sólo los más aptos podrán seguir activos en el concierto de la productividad.
*Alejandro Serralde es consultor en efectividad organizacional
y Presidente de la firma Reddin Consultants.